
En una segunda muestra, la Dra. Blanca Correa señala cómo la literatura de Verne no solo despertaba la imaginación, sino que también invitaba al lector a sumergirse en el análisis de datos y recordar aquellas clases de física, matemáticas y biología.
En esta segunda parte retomamos las emociones en la obra de Julio Verne y comenzamos esta nota hablando del conocimiento científico vertido en los libros del autor.
La precisión científica con la que Julio Verne construía sus relatos fue fruto de su pasión por el conocimiento. Sus viajes no eran meras aventuras, sino auténticas obras maestras de planificación, donde cada detalle -las adversidades, la alimentación, el oxígeno- estaba meticulosamente documentado:
“Según la nota redactada por los individuos del observatorio, el cañón destinado a lanzar el proyectil debía colocarse en un país situado entre los 0° y 28° de latitud Norte o Sur, con el objeto de apuntar a la Luna en el cenit. La bala debía recibir el impulso capaz de comunicarle una velocidad de doce mil yardas por segundo”. (Verne, s.f., p. 5)
La literatura de Verne no solo despertaba la imaginación, sino que también invitaba al lector a sumergirse en el análisis de datos y recordar aquellas clases de física, matemáticas y biología. Todo estaba calculado al detalle y, en teoría, nada podía salir mal.
Para los personajes de sus novelas, la emoción de emprender un viaje siempre iba acompañada de cierta incertidumbre, una mezcla de fascinación y temor ante lo desconocido. Sus “empresas”, como él las llamaba, estaban lideradas por hombres de ciencia, figuras reconocidas e incuestionables en su tiempo. Sin embargo, por más precisos que fueran los cálculos, siempre había un margen de incertidumbre, un giro inesperado que ponía a prueba su ingenio.
En Alrededor de la Luna, por ejemplo, cuando los tres tripulantes quedan atrapados en la órbita lunar sin aparente posibilidad de retorno, el lector experimenta con ellos la angustia de la desesperanza. El hambre, la sed y la asfixia parecían sellar su destino, hasta que Miguel Ardán propone una solución inesperada que podría cambiarlo todo.
Verne tenía claro que los grandes viajes no están exentos de obstáculos. Al contrario, estos son parte esencial del camino:
“Los obstáculos -contestó gravemente Fergusson- se han inventado para ser vencidos. En cuanto a los peligros, ¿quién puede estar seguro de que los evita? ¡Porque lo que no se puede hacer de una manera, debe intentarse de otra!”. (Verne, 2016, p. 32)
¿Qué tienen los viajes de Verne que los mantienen vigentes en la literatura? ¡Aventuras llenas de emoción! Porque, después de todo, ¿qué sería de un viaje sin emociones? Ayer como hoy, las emociones son el motor que impulsa a los viajeros a descubrir el mundo.
Verne entendía profundamente esta conexión y sabía transmitirla a través de sus personajes:
“¡Nos hundimos!, ¡Nos hundimos! Naturalmente, los pasajeros fueron víctimas del pánico, viéndose el capitán Anderson obligado a hacer considerables esfuerzos para tranquilizarles. El peligro no era inminente”. (Verne, 2017, p. 18)
“Estábamos, por fin, en el teatro de las últimas hazañas del monstruo. Y, para decirlo todo, ya nadie vivía a bordo. Los corazones palpitaban fuertemente, preparando, para el porvenir, incurables aneurismas. La tripulación toda experimentaba una indescriptible excitación nerviosa. No se comía, no se dormía. Veinte veces al día, un error de apreciación, la ilusión óptica de algún marinero inclinado sobre las crucetas, causaban intolerables dolores; estas emociones, veinte veces repetidas, nos mantenían en un estado demasiado insoportable”. (Verne, 2017, p. 53)
El miedo, la euforia, la angustia y la sorpresa se entrelazan en sus relatos, atrapando al lector en una montaña rusa de sensaciones que trasciende el tiempo.
Los viajes y las emociones
Las emociones no pasan de moda. La alegría, el miedo, el amor han evolucionado en sus manifestaciones, pero siguen siendo parte esencial de la experiencia humana. Desde la teoría de Charles Darwin en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, hasta la inteligencia emocional de Daniel Goleman, el papel de las emociones en la psique humana es innegable. Y si las emociones están presentes en cada aspecto de la vida, ¿cómo no estarlo en los viajes?
La simple idea de viajar desencadena una serie de emociones: la euforia de la planificación, la expectativa del descubrimiento, el asombro ante lo desconocido. La emoción comienza en el instante en que se pronuncian las palabras mágicas: “¡Vamos de viaje!” La adrenalina crece a medida que se organizan itinerarios, se eligen destinos y se ultiman los detalles. Luego, en el camino, la sorpresa, el desconcierto o incluso el desagrado pueden hacer su aparición cuando algo no sale como se esperaba.
Viajar es una experiencia química, una inyección de estímulos que el cuerpo y la mente desean repetir. Como bien señala Alonso Vera en Viajar para vivir:
“Más que un estilo de vida, viajar se ha convertido en una suerte de adicción, y las muchas enseñanzas de vivir en el camino me han ofrecido alternativas para responder con éxito a las preguntas fundamentales. Estoy convencido de que viajar es una herramienta perfecta para encontrar nuestra propia definición de felicidad y aprender a vivir en plenitud. Viajar es una fiesta para los sentidos y un descanso para la razón”. (p. 36)
Pero los viajes no solo generan placer, también pueden ser una forma de sanación. En un mundo donde la rutina mecanizada ahoga al individuo, viajar se convierte en una válvula de escape. Se viaja para encontrar respuestas, para reinventarse, para sanar heridas emocionales, para crecer, para valorar lo que se tiene o incluso para olvidar.
Al final, los viajes, como la literatura, evolucionan con el tiempo. Pero su esencia sigue intacta: una aventura que despierta las emociones más profundas del ser humano.
Más información:
Dra. Blanca Correa Guevara
blanca.correa@anahuac.mx
Facultad de Turismo y Gastronomía