Mediante un análisis, la Dra. María Elizabeth de los Rios llama a la participación social de actores individuales, organizaciones no gubernamentales y sector educativo a mirar el sufrimiento de aquellos que tienen que dejar su país debido a los conflictos armados o situaciones de violencia.
La Dra. María Elizabeth de los Rios Uriarte, profesora e investigadora de la Facultad de Bioética de nuestra Universidad Anáhuac México, aborda la situación de los migrantes y refugiados a través de un interesante artículo que comparte con la Comunidad Universitaria.
En su informe “Tendencias globales: desplazamiento forzado en 2019”, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) arroja datos alarmantes: 79.5 millones de personas desplazadas en el mundo a finales de 2019, de estos, el 40% aproximadamente está conformado por niñas y niños. El 68% proviene de países en desarrollo y con conflictos armados o situaciones intolerables de violencia, encabezando la lista Siria, seguido Venezuela, Afganistán, Sudán del Sur y Myanmar. De todos estos millones de personas, solo 1.1 millón lograron ser reasentados por otros países.
La situación a nivel mundial amerita una reflexión seria y comprometida tanto en lo individual como en lo colectivo, pues estas personas, en tanto no obtengan una nacionalidad que los acredite como ciudadanos bajo la protección de un país y su aparato jurídico, quedan a merced del no reconocimiento que puede acarrear consecuencias tan fatídicas como el hambre y la desnutrición, la falta de atención médica, la exposición a abusos sexuales y psicológicos, y pobreza extrema. En resumen, los refugiados y desplazados quedan reducidos a cosas tanto en su visibilidad como en el ejercicio de sus derechos.
En este contexto, la pandemia por COVID-19 además ha provocado el cierre de fronteras que, a su vez, ha ocasionado un estancamiento en los desplazamientos, condiciones de hacinamientos poco salubres y la imposibilidad de recurrir a mecanismos jurídicos como la petición de asilo en otros países.
Así, las personas quedan resignadas o bien a tener que regresar a sus ciudades de origen en donde corren un altísimo riesgo para su vida física y su integridad psicológica o vivir perennemente en la frontera en campos de refugiados donde también están expuestos a sufrir peligro, como el reciente incendio –provocado– del campo de Moira, y a no ser ni de aquí ni de allá.
La acción requerida implica unión de esfuerzos en la arena internacional en primer lugar y en la conversión personal en segundo lugar. Los antecedentes históricos en documentos internacionales han sido, en 2016, la Declaración de Nueva York para los refugiados y los migrantes de donde se emitió posteriormente el marco de respuesta integral para los refugiados y, finalmente, los estados miembros de las Naciones Unidas adoptaron y firmaron un Pacto Mundial sobre refugiados en 2018.
Sin embargo, según cifras de la ACNUR, de 2018 a 2019 los números de refugiados y desplazados se triplicaron (A fines de 2018 eran 25.4 millones de personas refugiadas). Algunos avances se han tenido, tales como concientizar a otros países para que acojan a estas personas, iniciativas para salvaguardar el acceso y ejercicio de sus derechos fundamentales (educación, vivienda y acceso a la salud), y el fortalecimiento de estrategias que incluyen, entre otras cosas, planes de mejoramiento e intervención en sus países de origen para asegurarles un retorno seguro.
A pesar de estos pasos, los números de desplazados siguen creciendo, lo que deja en entredicho que solamente la acción gubernamental y de las organizaciones internacionales pueda atender la grave crisis humanitaria.
Transitar hacia un entendimiento de la acción global como acción solidaria que acoja, promueva, defienda y proteja la vida de los refugiados y desplazados tiene que pasar, necesariamente, por un reconocimiento de la propia e individual vulnerabilidad. Nadie está exento de sufrir las consecuencias de un conflicto armado ni las persecuciones políticas, por ende, todos debemos entender que lo que nos hermana es más fuerte y sólido que lo que nos divide. Al final, todos estamos “desnudos” frente a la perversidad del corazón humano.
Esta crisis no es problema de unos cuantos países que, por sus fronteras, son más proclives a recibir personas en situación de peligro, sino de todos los naciones y de todas las personas, por ello, bajo el amparo de la solidaridad y de la subsidiariedad en todos los niveles, de lo individual a lo colectivo y de lo privado a lo público, el compromiso no solo es por ofrecer mejores condiciones a quienes vienen huyendo, sino erradicar esas causas que provocan las fugas y los desplazamientos, y debe ser prioritario, pues no se puede cumplir ningún compromiso de las agendas nacionales si antes no se atiende a las personas en su calidad de tal y se recupera su estatus, ya no de “cosas” sobre las que disponer y tomar decisiones, sino de “personas humanas” frente a las cuales la interpelación ética y antropológica por la promoción y el respeto de su vida es ineludible.
En conclusión, la participación social de actores individuales, de sectores y organizaciones no gubernamentales, de asociaciones civiles de integración y acogida, del sector educativo en todos sus niveles y de tantas personas en su acción diaria, resultan imprescindibles para voltear la mirada hacia el sufrimiento del que tiene que dejar su país y ayudar a reconstruir las condiciones que permitan su efectiva integración y pleno reconocimiento de su dignidad humana.
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Facultad de Bioética
Dra. María Elizabeth de los Rios Uriarte
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