
23 de abril de 2025
Autor: Juan Manuel Palomares Cantero
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¿Y si el mayor avance de la biotecnología moderna no fuera un acto de resurrección, sino una sofisticada ilusión de poder?
Rómulo, Remo y Khaleesi, los tres lobos nacidos en una reserva de Norteamérica, no son clones exactos del legendario Aenocyon dirus, el lobo terrible que dominó América hace más de 13,000 años. No son, de hecho, lobos “resucitados”. Son criaturas nuevas, diseñadas con precisión quirúrgica para parecerse -hasta cierto punto- a sus antepasados extintos. Lo que Colossal Biosciences ha logrado no es una desextinción, sino una proeza de reconstrucción genética: una reinterpretación biotecnológica de una especie desaparecida, ensamblada con genes seleccionados y tecnología CRISPR. Estos lobos no existieron nunca como tales en la historia evolutiva. Y, sin embargo, corren, aúllan y habitan el imaginario popular como si hubieran regresado del pasado.
Este artículo se pregunta no solo si podemos aceptar científicamente esta forma de vida híbrida, sino si debemos aceptarla éticamente. ¿Qué buscamos como especie al manipular el pasado genético? ¿Qué riesgos, límites y responsabilidades implica crear una criatura que parece familiar, pero que nunca existió realmente?
La fascinación por revivir lo extinto, ¿finalidad científica, ecológica o espectáculo biotecnológico?
El caso de estos lobos "recreados" ha sido presentado como un parteaguas en la ciencia genética, un avance que supuestamente desafía los límites del tiempo. Sin embargo, más allá de las imágenes impactantes y de las referencias inevitables a Game of Thrones, conviene insistir en un hecho esencial: no estamos ante una auténtica resurrección de una especie extinta, sino frente a una criatura inédita, construida a partir de fragmentos genéticos del pasado y de decisiones humanas del presente. No hay desextinción, hay fabricación selectiva.
Este matiz no es menor. Desde una perspectiva científica, el proyecto permite explorar los límites de la edición genética y del uso del ADN antiguo, lo que podría derivar en aplicaciones valiosas para la conservación de especies amenazadas. En el plano ecológico, sus defensores aseguran que estas tecnologías pueden ayudar a restaurar la diversidad genética de animales en riesgo, como el lobo rojo. Pero más allá de los argumentos técnicos, brota una dimensión simbólica profundamente humana: la nostalgia por lo perdido, el anhelo de revertir procesos irreversibles, o incluso el impulso de convertir la ficción en realidad.
Frente a esta mezcla de ciencia, espectáculo y narrativa, es legítimo cuestionar si el verdadero propósito es ampliar el conocimiento de la vida o afirmar nuestro control sobre ella. Más que un acto de humildad científica, este tipo de proyectos parece operar bajo una lógica de dominio biotecnológico, donde lo extraordinario capta más atención que lo necesario. Y en ese juego, corremos el riesgo de reescribir la historia natural no para restaurar su equilibrio, sino para satisfacer una fascinación cultural por lo inédito y lo asombroso. El valor de una especie, entonces, ya no reside en su función ecológica, sino en su capacidad de causar asombro.
El principio de precaución, cuando poder no significa deber
Una vez desmitificada la idea de una auténtica “resurrección” del lobo terrible, conviene examinar el experimento desde una perspectiva ética más crítica. Aunque se trate de una reconstrucción genética parcial y no de una clonación exacta, las preguntas fundamentales siguen en pie: ¿es prudente intervenir con tanta libertad en los procesos evolutivos? ¿Hasta qué punto debemos forzar la biología para recrear criaturas inspiradas en especies extintas?
Desde la bioética, el principio de precaución recuerda que no todo lo técnicamente posible es automáticamente justificable. En contextos donde los efectos ecológicos, sanitarios o sociales son inciertos, debe prevalecer la prudencia sobre el entusiasmo. El caso de estos nuevos lobos, aunque nacidos en ambientes controlados, nos sitúa ante escenarios complejos: ¿cómo responderán biológicamente a su nueva condición? ¿Qué impacto tendrían si algún día se intentara su integración en un ecosistema natural? Hablamos de un entorno que ha cambiado profundamente desde la última vez que algo similar al Aenocyon dirus caminó sobre la Tierra.
A estos dilemas se suman los riesgos propios de la manipulación genética avanzada: mutaciones no previstas, desajustes inmunológicos, inestabilidad genética o, incluso, la posible aparición de enfermedades zoonóticas a partir de genes antiguos. Por otro lado, existe el problema ético del sufrimiento animal: el uso de lobas como sustitutas gestacionales, los riesgos de malformaciones en los embriones editados y las implicaciones de crear organismos cuya vida estará permanentemente bajo vigilancia.
En este punto, el principio de precaución no actúa como freno irracional, sino como una brújula moral frente a lo desconocido. Su llamado a la mesura se complementa con otro pilar ético igualmente crucial: el principio del cuidado. Si uno nos advierte de los riesgos, el otro nos recuerda nuestra responsabilidad hacia los seres vivos involucrados. La ciencia no puede conformarse con demostrar que algo es posible; también debe preguntarse si ese algo es justo, sostenible y necesario. Y cuando lo que está en juego es la manipulación profunda de la vida, la espectacularidad no puede suplantar al juicio.
El principio del cuidado y el bien común, más allá del individuo, pensar en la comunidad de la vida
Si el principio de precaución nos alerta sobre los riesgos de intervenir en lo desconocido, el principio del cuidado nos exige atender lo que ya está delante de nosotros: la vida concreta, vulnerable, creada por nuestras propias manos. En el caso de los lobos modificados por Colossal Biosciences, esta ética se vuelve especialmente urgente. No hablamos solo de criaturas biológicamente novedosas, sino de seres vivos cuya existencia depende por completo de un diseño humano, un entorno artificial y un control permanente. ¿Estamos realmente considerando su bienestar, su adaptación posible o las condiciones de su sufrimiento?
La fascinación por lo espectacular puede nublar el juicio ético. Cuando la biotecnología se orienta más a lo impactante que a lo responsable, se corre el riesgo de confundir cuidado con manipulación. Cuidar implica empatía, límites y responsabilidad; no basta con mantener con vida a un organismo diseñado en laboratorio, sino con preguntarnos si esa vida tiene sentido, dignidad y un contexto vital compatible con su naturaleza.
Pensar desde el bien común obliga a ampliar el foco. No se trata solo de estos lobos creados en condiciones controladas, sino del ecosistema en su conjunto, de la biodiversidad real -no reconstruida-, y del impacto que estas decisiones pueden tener a largo plazo. La sostenibilidad ecológica no se alcanza reviviendo fragmentos del pasado, sino protegiendo activamente lo que aún está vivo. Desviar atención, recursos y voluntad política hacia criaturas diseñadas para cautivar puede terminar debilitando los esfuerzos de conservación genuina.
Además, esta visión integral del bien común exige considerar consecuencias que no siempre son evidentes de inmediato. ¿Y si revivir una especie también reactiva sus amenazas? Aunque estos lobos no sean idénticos al Aenocyon dirus, conservan rasgos genéticos de un depredador adaptado a un mundo que ya no existe. ¿Qué ocurriría si su comportamiento, su metabolismo o su genética provocaran desequilibrios inesperados en entornos naturales o en contacto con otras especies? Incluso si permanecen en reservas, su sola existencia abre puertas a escenarios futuros difíciles de anticipar.
A ello se suma un riesgo no menor: el riesgo sanitario. Estos organismos, construidos con ADN milenario, podrían ser portadores de virus, desarrollar mutaciones impredecibles o generar nuevas formas de transmisión zoonótica. No se trata de ciencia ficción: es una posibilidad real que interpela tanto a la ciencia como a la bioética. Revivir una especie sin comprender las amenazas que podría arrastrar es como abrir una cápsula del tiempo sin medidas de contención.
La pregunta, entonces, no es si podemos traer de vuelta a estas criaturas. La verdadera cuestión es si estamos preparados -ética, ecológica y socialmente- para vivir con lo que hemos creado. En un mundo donde la vida es cada vez más frágil, tal vez la mayor muestra de poder no esté en resucitar lo perdido, sino en cuidar lo que aún existe.
Conclusiones, entre la admiración científica y la ética de la humildad
El caso del lobo terrible no es simplemente un logro biotecnológico; es un reflejo de nuestra relación con la vida, la historia y el poder. Lo que Colossal ha conseguido no es la resurrección de una especie extinta, sino la creación de un organismo nuevo, modelado por nuestras expectativas, miedos y fantasías. En ese sentido, más que un regreso del pasado, estos lobos son un espejo del presente: de nuestra fascinación por controlar la naturaleza y de nuestra dificultad para aceptar sus límites.
Revivir fragmentos del pasado puede parecer un triunfo sobre el tiempo, pero también puede convertirse en un error irreversible si se hace desde la soberbia y no desde la responsabilidad. Poder no implica deber, y alterar la vida no nos exime de cuidar profundamente sus consecuencias. La ciencia puede maravillarnos, pero solo una ciencia guiada por la humildad y el respeto podrá estar realmente al servicio del bien común.
Si lo que nos mueve es la protección de la biodiversidad y el futuro del planeta, la verdadera valentía no está en traer de vuelta lo extinto, sino en defender —con lucidez y empatía— aquello que todavía respira, crece y lucha por sobrevivir.
Juan Manuel Palomares Cantero es abogado, maestro y doctor en Bioética por la Universidad Anáhuac, México. Fue director de Capital Humano, director y coordinador general en la Facultad de Bioética. Actualmente se desempeña como investigador en la Dirección Académica de Formación Integral de la misma Universidad. Es miembro de la Academia Nacional Mexicana de Bioética y de la Federación Latinoamericana y del Caribe de Instituciones de Bioética. Este artículo fue asistido en su redacción por el uso de ChatGPT, una herramienta de inteligencia artificial desarrollada por OpenAI.
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Centro Anáhuac de Desarrollo Estratégico en Bioética (CADEBI)
Dr. Alejandro Sánchez Guerrero
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