Educación de la afectividad
Educación y afectividad. La enseñanza de lo bello, de la condición amorosa y de la condición mortal como ejes para la construcción de una cultura de la paz.
La maestra Lourdes Cabrera Vargas, académica e investigadora y coordinadora de la Maestría en Filosofía y de la Cátedra de Personalismo de nuestra Facultad de Humanidades, Filosofía y Letras nos comparte un artículo a partir de una investigación que realizó sobre la educación de la afectividad.
Educación de la afectividad
Hoy día tanto en la educación formal como en la no formal se aprende y practica la violencia como modo de vida. Bajo este panorama podemos afirmar que los problemas de violencia en los espacios educativos son cada vez más recurrentes, generando una verdadera epidemia, no solo en lo que conocemos como bullying, sino que se ha generado una cultura que favorece múltiples formas de violencia.
En el artículo titulado La educación de la afectividad: un presupuesto para una cultura de la paz, publicado en Quién, la revista oficial de la Asociación Española de Personalismo, se plantea la necesidad de la educación de la afectividad como camino para favorecer una educación integral que contemple no solo la formación intelectual, sino la apertura en orden de lo eterno que la persona necesita experimentar para formarse a nivel personal y comunitario.
Partiendo de esta realidad, se presentan tres ejes posibles en la formación de la afectividad que, a partir del método de la experiencia integral, se conviertan en experiencias significativas que pueden abrir las puertas a la experiencia de lo eterno en el hombre como lo planteaba Mounier en su Manifiesto al servicio del personalismo: “una aventura en orden de lo eterno, propuesta a cada hombre en la soledad de su elección y de su responsabilidad”. Estas enseñanzas son:
1. La enseñanza de lo bello
Tiene un papel relevante en la educación, su potencia no solo se reduce al placer que genera la forma y la figura; es también dar paso al campo concreto de la formación ética y axiológica, por eso la experiencia de lo bello nos humaniza y nos forma.
La experiencia estética es de capital importancia porque, como expresó Platón en La República, despierta en el alumno que: “(…) alabe lo bello y con regocijo le dará cabida en su alma, haciendo de ello su alimento, a fin de llegar a ser él mismo bello y bueno”. Esa es precisamente la idea que queremos destacar al fomentar la enseñanza de lo bello, siendo el paso siguiente la experiencia de lo bueno; de ahí que sea importante que la experiencia de lo bello, por cierto, experiencia que conduce a lo eterno, también conduzca a la vivencia de la bondad.
2. La enseñanza de la condición amorosa
Hay que partir de la comprensión del amor que señala Marías en la obra Mapa del mundo personal: “No consiste en posesión ni fusión. Es algo bien distinto: donación ¿de qué? Ahí reside la mayor originalidad: no de ninguna cosa, ni siquiera de apoyo, servicio, calor humano, sino de uno mismo, es decir, donación de la persona que cada uno es”. No se puede comprender a la persona si no existe una voluntad de apertura y de donación, que conlleva también la experiencia del amor recíproco.
De ahí deriva la unidad y la continuidad de las conciencias que Nédoncelle resaltara en Persona humana y naturaleza. Estudio lógico y metafísico: “La esencia de toda relación entre el yo y el tú es el amor, es decir, la voluntad de promoción mutua”. Así, el encuentro con el otro “yo” descosifica la relación, haciéndola personal y renunciando a cualquier tipo de violencia que en ella se pueda dar, porque existe una voluntad de promoción mutua.
Podríamos plantear que la violencia contra cualquier persona parte de la soledad del yo y de la ausencia del otro que le impide encontrarse en la comunidad; a mayor violencia, mayor soledad y ausencia del otro. La educación debe provocar experiencias que promuevan la donación, la participación generosa y solidaria, incluso con los menos favorecidos.
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3. La enseñanza de la condición mortal
Ante un misterio tan complejo como es el morir, en estos tiempos, lo mejor es evitar pensar que moriremos. De ahí la conocida frase de Pascal: “Al no poder encontrar remedio a la muerte (…) los hombres, para ser felices, han tomado la decisión de no pensar en ella”. Olvidar que somos seres mortales es olvidar lo que verdaderamente somos: seres frágiles y vulnerables, necesitados de los demás para existir.
Los valores supremos de nuestra cultura, incluso de la educación actual, son el dinero, el poder, la belleza, la juventud, la salud, la fama, el éxito, etc. Por eso no se piensa en la muerte, porque ella amarga la existencia e impide gozar el momento. Curiosa sociedad actual: rechaza la muerte y acepta y produce la violencia mortal.
Si enseñamos que la muerte es la gran pedagoga de la vida, entonces estaremos enseñando que existe un sentido en la vida de cada persona, que se va resignificando en cada experiencia de pérdida. Así, la certeza de la muerte es fecunda, porque le permite al hombre vivir una vida plenamente personal, es decir, consciente de que su vida, al igual que la de todos los hombres, tiene un fin, primera experiencia de igualdad entre los seres humanos.
Saberse mortal y vivir consecuentemente con ello evita la pretensión deshumanizadora de creernos inmortales, con cierta superioridad sobre los demás, inicio de cualquier tipo de violencia. Por último, saberme mortal me hermana con las otras personas, que reflejan la misma condición de fragilidad y vulnerabilidad que yo voy viviendo en el día a día, o en las grandes tragedias como las catástrofes naturales, enfermedades, pandemias, etc.
A manera de conclusión
La educación tradicionalmente se ha centrado en la dimensión intelectual, mientras que la dimensión de la afectividad ha quedado relegada en casi todos los niveles educativos. De ahí la necesidad de educar el mundo afectivo de los estudiantes en orden de lo eterno y favorecer la reflexión que abra las puertas a vivir la experiencia de lo bello, de la condición amorosa y de la condición mortal, porque hemos constatado la significatividad que tienen dichas experiencias afectivas en una sociedad en donde impera la violencia y la hostilidad humana, cuyas consecuencias plantean un reto a la labor educativa que tiene como tarea urgente la construcción de la civilización de la paz. Solo así, citando de nuevo a Mounier, la educación cumple con “la misión de despertar seres capaces de vivir y comprometerse como personas”.
A partir de dichas experiencias de eternidad seremos capaces de despertar la sensibilidad que reconoce en el otro un rostro y un corazón semejante al mío. Así lo presenta Burgos en su Antropología: una guía para la existencia: “Para educar realmente la afectividad, lo fundamental es conseguir que la persona experimente las emociones adecuadas para que se vincule afectivamente a ellas y las introduzca en su universo axiológico. Solo entonces podrá constituirse una arquitectura sentimental ética y psicológicamente correcta”. Una vez que se logra el reconocimiento del otro rostro y se alberga en el corazón, se podrá llevar a buen término la integración personal en el proceso perfectivo de la educación, que es la personalidad moral y la generación de la cultura de la paz.
Si quieres ver el artículo completo visita el siguiente enlace: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6987969
Referencias:
E. Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo, Editorial Taurus, Madrid 1976, p. 12.
2 Platón, La República, libro III, trad. Antonio Gómez Robledo, UNAM, México 2000, 401 e.
3 J. Marías, Mapa del mundo personal, Alianza Editorial, Madrid 1993, p. 148.
4 M. NédonceLLe, Persona humana y naturaleza. Estudio lógico y metafísico, trad. Carlos Díaz, Fundación Emmanuel Mounier, Salamanca 2005, p. 30.
5 B. Pascal, Pensées, http://www.samizdat.qc.ca/arts/lit/Pascal/Pensees_brunschvicg. pdf (2 mayo 2018) “Les hommes n’ayant pu guérir la mort, la misère, l’ignorance, ils se sont avisés, pour se rendre heureux, de n’y point penser”.
6 E. Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo, cit., p. 93.
7 J. M. Burgos, Antropología: una guía para la existencia, Palabra, Madrid 2013, p. 135.