El crecimiento de la población, la rápida urbanización, el aumento en el nivel de consumo, la desertificación, la degradación de la tierra y el cambio climático son solo algunos de los factores que, según señala el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) en su informe Perspectivas del Medio Ambiente Mundial (GEO-6): Evaluaciones Regionales, están generando la alteración de ecosistemas que acarrea el deterioro, cada vez más drástico, del planeta. Dichos cambios catalizados por la raza humana, de forma irónica le afectan directamente. Hambre, desnutrición, escasez y falta de recursos naturales indispensables para vivir son solo algunas de las consecuencias que devienen de las condiciones mencionadas anteriormente. Se esperaría que ante una situación que con el tiempo se agudiza y pone en riesgo latente a la raza humana, se estuvieran llevando a cabo acciones apresuradas por encontrar una solución en conjunto y así poder frenar esta espiral catastrófica, pero no es precisamente lo que ocurre.
Según un informe publicado en 2018 por el Banco Mundial titulado What a Waste 2.0: A Global Snapshot of Solid Waste Management to 2050 (Los desechos 2.0: Un panorama mundial de la gestión de desechos sólidos hasta 2050), si no se adoptan medidas urgentes, para 2050 los desechos a nivel mundial crecerán un 70% con respecto a los niveles actuales. Esto refleja un exponencial crecimiento en nuestra manera de consumir y desechar, sin considerar las consecuencias de ello. Pero, si nos encontramos en el borde de un precipicio, ¿por qué la evasión de cambio ante un futuro con miras apocalípticas? La respuesta no es sencilla, pero un patrón generalizado que se ha ido acentuando con el paso de los años podría ayudar a responder esta interrogante. Para entenderlo, analicemos cronológica e históricamente los sucesos que nos han llevado hasta esta forma de pensar.
Las religiones abrahámicas, es decir, el cristianismo, el judaísmo y el islamismo, introdujeron en la historia de la humanidad un concepto que revolucionaría la forma de pensar de todos los creyentes y no creyentes: lo absoluto de la verdad y la trascendencia después de la muerte. Dichas ideas fueron explotadas y trasladadas a Occidente por Dante, el clásico italiano que exponía la condición trascendente del hombre en su épica “Divina Comedia” (1301-1321). Ricardo Moreno Luquero, profesor de Ciencias y secretario de la Network for Astronomy School Education (NASE-IAU) de la Organización Astronómica Internacional, señala que “hay que preguntarse por qué la ciencia experimental no empezó en el mundo griego, ni en el chino, ni en el maya, ambientes en los que ya existía un desarrollo tecnológico y cultural muy significativo, sino que se inició en la sociedad cristiana.” Este cuestionamiento responde al ya mencionado concepto de verdad absoluta introducido por estas religiones, el cual es en efecto, la esencia de la ciencia.
Por otro lado, la idea de la vida después de la muerte, también sostenida y fomentada por estas creencias, comenzó a propulsar en el hombre la lucha por sobrevivir y prolongar su existencia, generando así el nacimiento del método científico con el pensamiento cartesiano en el siglo XVII. Con el paso del tiempo y la perversión del dogma, la humanidad terminó por separar sus creencias del arraigo religioso a manera de castigo por todos los abusos de la iglesia. El rencor generado por la opresión eclesiástica sumada a la creciente necesidad de obtener respuestas que la ciencia comenzó a
brindar, generó un exponencial antropocentrismo que bien podría enmarcarse en aquel apotegma del diálogo socrático del “Protágoras” (ed. 2010): “El hombre es la medida de todas las cosas”.
Dando un salto al siglo XXI, se pueden destacar algunos puntos sobresalientes de la generación que vio nacer este siglo:
1. Por un lado, la humanidad arrastró el conflicto religión-ciencia analizado en los párrafos anteriores, el cual ha derivado en poner al hombre en el centro y ha olvidado procurar el bienestar común.
2. Además, el hombre se encuentra sumido en un mundo plagado de tecnología que lo ha sobrepasado, colocándolo en una época en la cual disponer de cualquier cosa es posible con tan solo un clic.
La combinación de estos dos factores, principalmente, han formado una “generación de cristal”, comentan expertos como Alejandro Néstor García Martínez, profesor y doctor en sociología de la Universidad de Navarra, España, la cual se ha concentrado tanto en ser feliz a través de aspectos materiales fuertemente inculcados por el capitalismo, que ha terminado por erradicar, poco a poco, la empatía en la sociedad. Ahora bien, ¿qué pasa cuando combinamos la soberbia humana y el individualismo creciente a lo largo de los siglos, que nos grita que la felicidad se encuentra a través del ser y no de la comunidad, con una era tecnológica que nos aísla de nuestro prójimo? Según algunos expertos en psicología, esto pudo dar origen a una de las generaciones más apáticas y menos reactivas de la historia. Esta podría ser una explicación al porqué, a pesar de que el mundo se está viniendo debajo de manera gradual y progresiva, pareciera que nadie está dispuesto a hacer algo para salvarlo.
La generación líquida, según Bauman (2009) está tan sumergida en encontrar una clase de “felicidad divertida, inmediata e individual” tan fuertemente arraigada a lo inmanente, que ha perdido de vista el hecho de que el entorno, la comunidad y la trascendentalidad de la naturaleza humana demandan más allá que la propia construcción del concepto de “la dignidad del yo” dejar de ser seres que percibamos la realidad como la describía Morgan Freeman en la película “Se7en”: “La apatía es la solución, es decir, resulta más fácil abandonarse a las drogas que enfrentarse a la vida, robar lo que uno quiere que ganárselo, pegar a un niño que enseñarlo. Por otra parte, el amor requiere esfuerzo, trabajo.”
Generalmente escuchamos que el optimismo debe ser la bandera con la que nos abramos paso a lo largo de nuestra vida para que ningún obstáculo nos detenga, pero observando la realidad en la que se vive actualmente, puedo decir que, como especie, nos hemos encargado de destinarnos a la destrucción. Pareciera que la falta de interés se ha tatuado en las entrañas de toda la sociedad, y reformar esos conceptos llevará tiempo, recurso del cuál no se dispone. Todo este tiempo el humano tuvo la oportunidad de salvarse a sí mismo, pero ponerse una venda en los ojos y pensar que su mundo consistía solo en el individuo y no en el bien común, lo llevó a la condena. Algo que comenzó como un castigo involuntario a una fe había construido bases sólidas para el funcionamiento idóneo de la vida humana, debió en una pérdida completa de uno de los principales objetivos de cualquier especie: preservar su existencia. Aunque suene a dramatismo, todas las probabilidades apuntan a que el tiempo de nos ha terminado.