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¿PARA QUÉ EDUCAMOS?

¿PARA QUÉ EDUCAMOS?

¿PARA QUÉ EDUCAMOS?

Por: David López Castro.

 

Cada época posee un contexto específico que determina sus rasgos más particulares, explica sus aconteceres y justifica las acciones de los agentes que lo habitan. Tal contexto influye en los porvenires de todos los hombres, sean éstos bienaventurados, o bien los más desdichados. Empero, el contexto no sigue una lógica determinista en la que la voluntad e inteligencias humanas no puedan intervenir; el mundo no se condena así mismo al colapso total ni se proyecta en automático a la bonanza sin límites. Por lo tanto, los humanos jugamos un papel importantísimo en la configuración del propio contexto.

En el año 2000, el premio Nobel de química Paul Crutzen, propuso el término Antropocentro para explicar la forma en cómo el comportamiento humano ha generado cambios drásticos sobre el planeta. Estos cambios sugieren por fuerza que los mecanismos creados por el propio ser humano han cobrado el poder suficiente como para detonar una reconfiguración geológica distinta, misma que a las luces de los descubrimientos científicos más recientes, sugieren un estado de emergencia global.

                La instauración de la ideología de mercado, el acelerado crecimiento de los medios de producción, la falta de representatividad política y la peligrosa interdependencia de las economías globales comienzan a suscitar fenómenos de alarmantes consecuencias. Sin embargo, la mayoría de las personas nos limitamos a observar dichas circunstancias bajo el formato de noticias en telediarios y publicaciones en redes sociales. Seguimos –en palabras de Lipovetsky- encerrados en etnocentrismos que ignoran elementos más allá de aquellos que afectan de forma inmediata los contextos más próximos. Sin embargo, esta inmediatez posee, por fuerza, una caducidad próxima. La desestabilización social, ambiental, política y económica comienzan a sentirse con más fuerza. Y tal como lo expresara Ulrich Beck (1998), la inestabilidad que dichas circunstancias poseen conlleva una suerte de justicia del caos, pues estas adversidades en sus manifestaciones más dramáticas impactan a cualquiera que se interponga, sin importar clase social, credo, religión o particularidades étnicas.

                Así, los principios de la competitividad productiva y de la mercantilización de la vida nos han llevado a la instauración de un sistema con una dinámica auto condenatoria; el mismo sistema que produce comodidades para una vida cotidiana placentera, es al mismo tiempo el encargado del deterioro político, social y ecológico. Como todo sistema, éste depende de una fuente constante de alimentación de agentes productivos que lo hagan funcionar, por lo que a partir de la segunda mitad del siglo XVIII las fuerzas productivas vieron necesaria la creación de esquemas educativos que instruyeran a dichos agentes. La bonanza que significaba la revolución industrial nos vendió la idea de la necesidad de la especialización del trabajo. Los esquemas educativos comenzaron a alinearse a los productivos, lo que trajo por consecuencia una redefinición de los fines de la educación. El amor al conocimiento fue sustituido por el amor a la producción y el desarrollo humano se desvinculó de su sentido integral para orbitar entorno de un mercantilismo exacerbado. Bajo estos principios, el conocimiento cobró relevancia únicamente si poseía una vinculación utilitaria para el comercio.

                Como consecuencia el discernimiento vocacional ha sido despojado de su sentido más puro, nuestros profesionistas ahora escogen carreras movidos no por una predilección natural hacia una actividad específica, sino por la promesa de la obtención de un estilo de vida capaz de otorgarles estatus, riqueza y la consecuente admiración y aceptación social. Es común ver artistas disfrazados de abogados, músicos en líos con ecuaciones ingenieriles e individuos refugiados en profesiones ajenas, aterrorizados por la baja demanda comercial del oficio de su preferencia.

                Y es que el peligro de la vorágine de la producción radica precisamente en el sentido de la individualización del valor humano. Si bien es cierto que nuestra naturaleza social nos lleva a asociarnos, también hemos de afirmar que la socialización también ha redefinido los principios que la sustentan. El valor intrínseco de lo humano se da por hecho, pero se ha ubicado en una escala inferior y por debajo del valor material demostrable. Las comodidades implícitas de la propia modernidad han horadado los esfuerzos individuales y colectivos para el bienestar social y comunitario. Los esfuerzos por el perfeccionamiento de la comunidad sucumben frente a los intereses individualizados.

                Este desentendimiento de lo colectivo  y la predominancia en la búsqueda de los intereses individuales ha provocado la proliferación de los casos de enriquecimiento ilícito y corrupción en funcionarios públicos y políticos, motivado la inconciencia de la producción industrial y el acrecentamiento de la emergencia ambiental, ensanchado las brechas de la pobreza e injusticia social y acentuado el vacío espiritual de una sociedad que rinde culto a la personalidad en vez de a la sabiduría. No son de extrañar entonces las emergencias que agobian a la propia humanidad; hemos cavado nosotros mismos el abismo por el que vertiginosamente nos precipitamos.

                Pero no todo se haya perdido, dado que uno de los patrones de la naturaleza humana es el del re direccionamiento de sus pasos cuando se encuentra así misma en senderos pantanosos, hemos de confiar en que el cambio es posible. Más aún, hemos de reunir esfuerzos para la materialización de dicho cambio. En ese sentido las universidades, como depositarios de la ciencia y el saber, poseen una responsabilidad irrenunciable: la de reivindicar el conocimiento a través de la formación de profesionales menos individualistas y más conscientes de las emergencias que orbitan sus realidades. Hemos de educar a abogados activistas que a través de la legalidad luchen por la justicia y paz social; empresarios preocupados por la reducción de las brechas socioeconómicas a través de un actuar empresarial socialmente responsable; ingenieros que lleven la innovación al saneamiento de las emergencias globales a través de la aplicación práctica de la ciencia y la tecnología; políticos más sensibles a las necesidades de sus contextos y menos interesados en la consecución de beneficios personales y partidistas.

                La situación que guardan nuestras sociedades es precaria, por lo que el presente y no el futuro es la etapa definitoria de porvenires venturosos o catastróficos. Demorar nuestro actuar resultaría irresponsable. Por lo tanto hemos de coordinar esfuerzos para educar una nueva generación técnicamente capaz y con sensibilidad social.

               

 

David López Castro es profesor de asignatura de la Universidad Anáhuac de Querétaro, imparte las materias de Introducción al Estudio del Derecho y Relaciones Individuales de Trabajo semestre 2016-60.

Cursó la Licenciatura en Derecho y la Maestría en Educación para la Ciudadanía en la Universidad Autónoma de Querétaro.